La fuerza del recuerdo


El olor de los lirios siempre le había gustado. Impregnándose de su aroma, que le traía tantos recuerdos, comenzó a decirle lo que tanto tiempo guardó:


-¿Te acuerdas de aquellos días en la casa del campo? Yo siempre evoco el momento en el que, paseando por el río, no se me ocurrió otra cosa que coger una piedra y, al tirarla, caer detrás. La verdad es que era un trasto. Seguro que no entiendes cómo he conseguido ser ahora tan “normalita”, tan organizada, teniendo en cuenta el desastre que era de pequeña. Un verdadero peligro, que desarrollaba su creatividad pintando con colores las paredes de la cocina y los cajones del salón. Aburrimiento, lo que se dice aburrimiento, no teníais conmigo. Ahora me doy cuenta del poder de estos recuerdos.


Como siempre, la música le acompañaba. Últimamente, era su único consuelo para intentar callar esa voz que, cuantas más cosas susurraba, más le impedía respirar. Ya llevaba horas y horas de terapia y al final lo único que necesitaba y jamás podría volver a tener estaba enfrente de ella. Ansiedad, dolor, trauma, decían. Un carnívoro cuchillo, como el de Miguel Hernández, que le traspasaba el corazón, sentía ella. En su lista de reproducción, canciones que solo le recordaran momentos felices, eso había aconsejado la doctora. Sus auriculares comenzaron con las primeras notas de “La vie en rose”.


-¡Oh! Justo esta mañana he enmarcado la foto que nos hicimos a los pies de la Torre Eiffel, escuchando esta canción mientras nos reíamos porque habíamos perdido el “bateau bus”. Nuestros planes alternativos siempre eran los mejores. Siempre me enseñaste a ver la vida como una aventura en la que, si fallaba una pieza, seguro que la siguiente sería más divertida. Ver lo positivo en lo negativo, aunque a veces el horizonte parezca demasiado gris.


No lo pudo evitar. A ella esos recuerdos, aunque eran felices, también la hacían llorar. Ahora, sin embargo, poco a poco, enfrentaba la vida -o al menos lo intentaba- con otra perspectiva. Todo había cambiado, nada era igual tras aquellos meses que cambiaron su vida, sus vidas, las de toda la sociedad. Algo que ella le había enseñado era que, de todo lo malo, había que sacar siempre un rayito de esperanza, un atisbo que agarrar para el futuro y que, al recordar el pasado, ese momento fuera el que apareciera primero. Pero es que, claro, como ella no había dos personas. Y había tenido la suerte de tenerla, siempre, a su lado.


Dejó que sonaran los acordes de esa canción, y la siguiente, y entre melodías fue testigo del atardecer más bonito de su vida. En las nubes, creyó ver formas, jugó a averiguar algún rasgo de ese rostro que siempre la acompañó y que un malditos virus le arrebató. Una señal, era todo lo que esperaba, como todos aquellos a los que el coronavirus les había quitado un pedazo del alma. 


-No pude despedirme de ti. Ni eso nos dejó esta cruel enfermedad, la de la nostalgia, la soledad y el abandono involuntario, fortuito. Pero sé que en cada aliento, palabra o decisión de mi vida, siempre estará tu esfuerzo, tu fortaleza y valentía, y también la de aquellos profesionales que lucharon hasta el último instante. Sé que eras mayor, que todo apuntaba a que esto iba a pasar, pero también sé que, renunciando a ese respirador, salvaste la vida de un niño de diez años. Sé que moriste como viviste, siendo una heroína.
          

Qué ironía: aquel lugar que tanto miedo le había dado de pequeña, era ahora su refugio. Y así, recolocando los lirios que cada semana lucían frescos sobre su tumba, Elisabeth se despidió, hasta la semana próxima, de su querida abuela. Su recuerdo era su fuerza para seguir siendo valiente. 

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